Un día en el jardín

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Su rostro joven y afilado

Examinó durante algún tiempo, con gesto insatisfecho, el suave azul del cielo que orlaba el horizonte. Luego, con un estremecimiento de la boca abierta, descansó de nuevo la cabeza sobre la almohada, inclinó el jipijapa sobre los ojos y se quedó inmóvil sobre la tumbona de lona a rayas. Sombras ajedrezadas se agitaban sobre la manta que cubría su delgado cuerpo. En los arbustos de reina de las praderas, que a poca distancia multiplicaban sus flores blancas, se oía el zumbido de las abejas.

Constance se adormiló por un momento

La despertó el olor asfixiante de la paja caliente del sombrero y la voz de la señorita Welan.

  • Vamos, aquí tienes tu leche.

Del aturdimiento provocado por el sueño

Surgió una pregunta que Constance no se proponía hacer, sobre la que ni siquiera había estado pensando de manera constante.

  • ¿Dónde está mi madre?

La señorita Welan sostenía la botella refulgente en sus manos regordetas. Al verterla, la leche hizo una espuma blanca bajo la luz del sol y adornó el vaso de escarcha cristalina.

¿Dónde...?

Repitió Constance, dejando que la palabra se deslizase con su escasa emisión de aliento.

  • En algún sitio con tus hermanos. Mick armó un alboroto esta mañana sobre trajes de baño. Imagino que han ido al centro a comprarlos.
¡Qué alto hablaba!

Lo bastante alto para destrozar las frágiles floraciones de reina de las praderas, de manera que miles de diminutos pétalos caerían flotando, en un mágico caleidoscopio de blancura. Blancura silenciosa. Para que ella solo viera las ramas desnudas, espinosas.

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