La Sabiduría en el Cristianismo: Amor, Libertad y Gracia en el Pensamiento de San Agustín
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SABIDURÍA
Según el autor, el fin de la filosofía es: “Ser sabio supone simplemente vivir sabiamente, feliz y libre en la medida de lo posible, tras vencer, finalmente, los miedos que la finitud despierta en nosotros”.
El Salto del Cristianismo
¿En qué consiste el gran salto que da el cristianismo y que deja atrás a la filosofía antigua para pasar a dominar el pensamiento del mundo occidental durante más de quince siglos?
El salto se lleva a cabo, en primer lugar, porque la respuesta ante la cuestión de la finitud humana es mucho más atractiva. Para los estoicos, la muerte es el tránsito de un estadio personal a uno impersonal. El pensamiento cristiano, en cambio, no duda en prometernos claramente la inmortalidad personal.
No hay un destino anónimo y ciego. No nos convertimos en un pequeño fragmento inconsciente de una totalidad que nos engloba y nos supera por todas partes. Dios es un padre bueno que se preocupa de sus hijos. Es un Dios que nos ama. Con Él, la persona (cristiana) entra en una relación personal. De este modo, el amor será llamado a convertirse en la llave de la salvación. No se trata de un amor cualquiera, se trata de lo que los cristianos denominarán “amor de Dios”.
LA LIBERTAD Y EL PROBLEMA DEL MAL
La voluntad es la facultad del alma que mueve a hacer o no hacer una cosa (la facultad del querer). La voluntad es libre de apartarse de Dios (su bien, su fin) y adherirse a bienes mutables, y entonces será mala y desgraciada, o libre para adherirse a Dios, alcanzar la verdad y el bien y llegar a ser buena y feliz. Este grado de libertad consistente en la capacidad de elegir entre el bien y el mal es el libre albedrío.
El Pecado y la Gracia
Tenemos, pues, que el hombre está en el mal porque ha pecado (pecado que consiste en anteponer lo sensible a Dios, y que se hace extensible a todos los hombres a partir del pecado original de Adán). A diferencia del neoplatonismo, Agustín no identifica el mal con lo sensible, con la materia (dado que ésta también fue creada por Dios).
Una vez caído en el pecado, el hombre no puede salvarse por sí mismo, está más inclinado hacia el mal que hacia el bien y necesita de la gracia (don gratuito divino, absoluto e inmerecido) que Dios envía a los hombres por medio de Cristo y que éstos reciben en el bautismo para la redención de los pecados (redimir: perdonar). La gracia es la intervención de Dios a favor del hombre por la cual el hombre puede hacer el bien, esto es, el hombre es habitado por Dios mismo. La gracia permite al hombre elegir el bien, liberarse de los obstáculos que le impedían amar a Dios. A esta capacidad de elegir que se orienta al bien (a Dios) llama Agustín libertad. Dios ofrece la gracia al pecador, toma la iniciativa. Pero éste, el pecador, tiene que responder con su voluntad: si acepta la gracia de Dios, su respuesta es la conversión. Así compagina Agustín la libertad con la gracia y también con la predestinación.
La Virtud y el Amor
Ahora, con Agustín, la virtud aparece vinculada a la voluntad, pues por virtud entiende, precisamente, la disposición de la voluntad que lleva al amor entendido como caridad. De este modo, Agustín ha reorientado el cristianismo, que en ese momento se basaba en demasía en la justificación por las obras -excesivo moralismo- hacia la gracia de Dios: Según San Agustín, el cristianismo debía presentarse, pues, no como una religión de obras y de la Ley, sino como una religión de la gracia y del amor.
Frente al primado griego de la inteligencia, San Agustín defendió de forma impresionante -a pesar de ser también responsable en gran parte de la concepción represiva de la sexualidad en la Iglesia o del temor de la predestinación que va a estar presente después de él en la espiritualidad occidental- la primacía de la voluntad y del amor y osó escribir una frase tan atrevida como “ama y haz lo que quieras”.